jueves, octubre 18, 2012

Timbres



15 de mayo de 2011

Sara sube cada mañana lenta y suavemente las persianas de la casa. Es fácil imaginarla en ese momento como la tramoyista encargada de subir el telón del día  y dar comienzo a la cotidiana función de la existencia: el mundo como las tablas de un teatro; la casa como el único lugar tangible. En el umbral de esas dos realidades vive Sara.

 Poco a poco la luz que conquista el salón va alumbrando los retratos que se posan sobre el viejo aparador, los adornos que escriben permanentemente del pasado, las plantas que dejan de respirar en la oscuridad y que ambicionan en esa nueva luz poder realizar una fotosíntesis de las penas. El mundo de Sara siempre despierta de la misma manera, regado por la angustia.

Cuando todo lo real se ha hecho visible, también un viejo teléfono de disco, Sara lo descuelga y temblorosa marca un número. Las señales de llamada no son muy distintas a la mirada de Sara, larga y entrecortada. El parpadeo de sus ojos acaba acompasándose al ritmo intermitente y pesado de la línea. Pasan eternos los segundos y nadie al otro lado responde. El teléfono se ha quedado en silencio mientras los ojos de Sara reposan sobre los retratos del aparador, sobre los adornos, sobre las plantas que la miran. Cuelga pausadamente porque no hay prisa, en su rostro se refleja la calma que late escondida en el desasosiego.

Minutos después Sara sale a la calle en busca de una respuesta. Al guión que allí se desarrolla quiere ella escribirle un final que le permita vivir tranquila. Todos en la calle son para Sara actores y actrices que representan su pequeño papel de figurantes, comediantes a los que apenas presta atención. Ella busca a la protagonista de la obra, una mujer joven, bella como ninguna, de voz potente y mirada penetrante. Y se detiene ante un amplio portal flanqueado por adelfas de flores blancas y rosas. El número que busca está sobre la puerta. Su dedo recorre ahora, otra vez tembloroso, los botones del interfono. Duda. Duda hasta vencer el miedo y pulsa un botón, 2º-D, una, dos, tres veces, como si esa recurrente pulsación pudiese borrar definitivamente su incertidumbre, su turbación. Sara es ahora consciente de que en el guión de ese mañana se ha abierto un nuevo acto.

-Sí, ¿quién es? –responde una voz decidida y joven.
-Hija, voy al mercado, ¿quieres que luego te acerque el pan o alguna otra cosa? –contesta Sara, sin que en su tono se atisbe resto alguno de la angustia que la trajo hasta aquí.
-¿Mamá? –la voz, que sigue siendo joven, se carga ahora de sorpresa.
-Sí.
-¿Mamá?
-Que pasaba por aquí. Que voy al mercado a por pescado y fruta y si necesitas algo te lo puedo traer y subírtelo a la vuelta.
La joven voz se convierte en silencio perplejo durante unos segundos. Nadie responde a Sara pero ella insiste, siempre funcionan mal estos aparatos, piensa.
-¿Hija?
-No, no necesito nada.
-¿Ni pan?
El silencio eléctrico del interfono vuelve a ser durante unos instantes la chispa que activa la angustia matinal de Sara. La voz joven, primero sorprendida y después perpleja, adquiere ahora un tono de comprensión y ternura.
-Creo que usted se confunde. ¿A qué piso llama?
Sara, ahora temerosa, no responde, se aleja del portal y como un eco que azotara sus oídos la joven voz sigue manando interrogante por el interfono.
–¿A qué piso llama?, …, oiga, oiga, ¿puedo ayudarle?, ¿a qué piso llama?

Llena de dudas vuelve Sara al paseo. En el cielo las nubes corren calle abajo. Las mira y, como si de una señal bíblica se tratara, sigue su misma dirección hasta que el disco rojo de un semáforo impone autoritario una parada. Al otro lado de la calle una joven sale presurosa de un portal, mira también al cielo y toma sin dudar la dirección que marcan los vientos. Los ojos de Sara siguen a aquel cuerpo durante unos instantes, por un momento su corazón acelerado creyó estar viendo a quien buscaba, pero como le sucedió otros días y con otros cuerpos también hoy estaba equivocada. Cuando el semáforo se abre Sara se conduce hasta el pequeño porche cubierto de enredaderas que da sombra a este portal. El temblor de sus dedos ante el interfono es ahora mayor que minutos antes, sus dudas más intensas, la angustia hace que humedezca sus labios. Llama al 2º-D, una, dos, tres, cuatro veces, aclara su voz con un carraspeo que esta vez no consigue disipar todas sus dudas.
   
-¿Quién? –contesta ahora una voz varonil, ruda y molesta por la insistencia de los timbrazos.
La agresiva respuesta sorprende Sara que pega su frente al cristal y coloca su mano derecha sobre la frente, a modo de saludo militar, con el fin de evitar el reflejo que le impide escrutar el vestíbulo del portal. Aquel lugar no le resulta familiar. Vacila, ¿para qué contestar?
-¿Quién?, ¡coño! –insiste descortés la voz.
-¿Está…, está Raquel?
-Aquí no vive ninguna Raquel, ¡coño! Y fíjese usted bien, ¡coño!, que trabajo de noche.
Y la voz ofensiva cuelga de un golpe el telefonillo, golpe que Sara siente en su pecho. Ahora observa desde allí cómo el paseo se alarga hasta el confín de la ciudad, cómo las nubes no se detienen nunca, salvo una que el cielo ha dejado en sus ojos para humedecerlos.

Sentada en un banco del paseo, con la cabeza gacha, Sara no sabe hacia dónde ir. Las piernas de los transeúntes desfilan ante sus ojos como si un viento racheado moviera sin orden los pasos apurados de la gente. Alguna vez levanta la cabeza y sigue con su mirada un cuerpo en el que espera descubrir una larga y brillante melena, otras la levanta para acabar cruzando su mirada con otros ojos que la miran curiosos, pero nunca tiene el pelo el brillo que espera ni la mirada es la mirada penetrante que recuerda. No desespera, a su espalda descubre, ahora sí, el portal que buscaba. Se levanta con decisión, acomoda la correa de su bolso en el hombro, se sacude y estira la blusa, y no tarda en estar frente a los timbres. Ejecuta una sola y larga pulsación. Mientras espera la respuesta las nubes siguen corriendo en el cielo como quien corre y huye en un sueño, sin saber hacía dónde. Nadie contesta. Sara vuelve a pulsar con firmeza el timbre del 2º-D, una, dos veces. Nadie responde. Reflejada en el cristal se ve a sí misma, vuelve a colocarse el bolso, a estirarse la blusa. Una, dos, tres, hasta cuatro veces hace sonar de nuevo el timbre con pulsaciones impacientes, latidos de un corazón asustado. Duda. En el reflejo se encuentra ahora con sus propios ojos que la miran abatidos bajo el cielo de nubes en fuga que también está allí, sobre sus otros ojos. Y más allá del reflejo, que desaparece cuando alguien activa las luces del portal, pegado sobre el vidrio traslúcido de una puerta interior, una esquela resiste desde hace días sin que nadie la retire: Raquel Velicia García, falleció el 23 de abril de 2011 a los 32 años de edad, su madre Sara García… ruegan una oración por su alma.

Sara vuelve al paseo. Ha vuelto a recordar. Saca de su bolso un pañuelo y seca las lágrimas que la memoria ha depositado en su rostro. Todo será tristeza durante unas horas, el tiempo necesario para que las nubes que corren se conviertan en el único recuerdo cierto del día. Después, mañana, el camino será el mismo, Sara subirá lenta y suavemente las persianas de la casa y la voluntad saldrá a la calle en busca de algún resquicio de la memoria, de algún dolor, de alguna vida.

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