15 de mayo
de 2011
Sara
sube cada mañana lenta y suavemente las persianas de la casa. Es fácil
imaginarla en ese momento como la tramoyista encargada de subir el telón del
día y dar comienzo a la cotidiana
función de la existencia: el mundo como las tablas de un teatro; la casa como
el único lugar tangible. En el umbral de esas dos realidades vive Sara.
Poco a poco la luz que conquista el salón va
alumbrando los retratos que se posan sobre el viejo aparador, los adornos que
escriben permanentemente del pasado, las plantas que dejan de respirar en la
oscuridad y que ambicionan en esa nueva luz poder realizar una fotosíntesis de
las penas. El mundo de Sara siempre despierta de la misma manera, regado por la
angustia.
Cuando
todo lo real se ha hecho visible, también un viejo teléfono de disco, Sara lo
descuelga y temblorosa marca un número. Las señales de llamada no son muy
distintas a la mirada de Sara, larga y entrecortada. El parpadeo de sus ojos
acaba acompasándose al ritmo intermitente y pesado de la línea. Pasan eternos
los segundos y nadie al otro lado responde. El teléfono se ha quedado en
silencio mientras los ojos de Sara reposan sobre los retratos del aparador,
sobre los adornos, sobre las plantas que la miran. Cuelga pausadamente porque
no hay prisa, en su rostro se refleja la calma que late escondida en el
desasosiego.
Minutos
después Sara sale a la calle en busca de una respuesta. Al guión que allí se
desarrolla quiere ella escribirle un final que le permita vivir tranquila.
Todos en la calle son para Sara actores y actrices que representan su pequeño
papel de figurantes, comediantes a los que apenas presta atención. Ella busca a
la protagonista de la obra, una mujer joven, bella como ninguna, de voz potente
y mirada penetrante. Y se detiene ante un amplio portal flanqueado por adelfas
de flores blancas y rosas. El número que busca está sobre la puerta. Su dedo
recorre ahora, otra vez tembloroso, los botones del interfono. Duda. Duda hasta
vencer el miedo y pulsa un botón, 2º-D, una, dos, tres veces, como si esa
recurrente pulsación pudiese borrar definitivamente su incertidumbre, su
turbación. Sara es ahora consciente de que en el guión de ese mañana se ha
abierto un nuevo acto.
-Sí,
¿quién es? –responde una voz decidida y joven.
-Hija,
voy al mercado, ¿quieres que luego te acerque el pan o alguna otra cosa?
–contesta Sara, sin que en su tono se atisbe resto alguno de la angustia que la
trajo hasta aquí.
-¿Mamá?
–la voz, que sigue siendo joven, se carga ahora de sorpresa.
-Sí.
-¿Mamá?
-Que
pasaba por aquí. Que voy al mercado a por pescado y fruta y si necesitas algo
te lo puedo traer y subírtelo a la vuelta.
La
joven voz se convierte en silencio perplejo durante unos segundos. Nadie
responde a Sara pero ella insiste, siempre funcionan mal estos aparatos,
piensa.
-¿Hija?
-No,
no necesito nada.
-¿Ni
pan?
El
silencio eléctrico del interfono vuelve a ser durante unos instantes la chispa
que activa la angustia matinal de Sara. La voz joven, primero sorprendida y
después perpleja, adquiere ahora un tono de comprensión y ternura.
-Creo
que usted se confunde. ¿A qué piso llama?
Sara,
ahora temerosa, no responde, se aleja del portal y como un eco que azotara sus
oídos la joven voz sigue manando interrogante por el interfono.
–¿A
qué piso llama?, …, oiga, oiga, ¿puedo ayudarle?, ¿a qué piso llama?
Llena
de dudas vuelve Sara al paseo. En el cielo las nubes corren calle abajo. Las
mira y, como si de una señal bíblica se tratara, sigue su misma dirección hasta
que el disco rojo de un semáforo impone autoritario una parada. Al otro lado de
la calle una joven sale presurosa de un portal, mira también al cielo y toma
sin dudar la dirección que marcan los vientos. Los ojos de Sara siguen a aquel
cuerpo durante unos instantes, por un momento su corazón acelerado creyó estar
viendo a quien buscaba, pero como le sucedió otros días y con otros cuerpos
también hoy estaba equivocada. Cuando el semáforo se abre Sara se conduce hasta
el pequeño porche cubierto de enredaderas que da sombra a este portal. El
temblor de sus dedos ante el interfono es ahora mayor que minutos antes, sus
dudas más intensas, la angustia hace que humedezca sus labios. Llama al 2º-D,
una, dos, tres, cuatro veces, aclara su voz con un carraspeo que esta vez no
consigue disipar todas sus dudas.
-¿Quién?
–contesta ahora una voz varonil, ruda y molesta por la insistencia de los
timbrazos.
La
agresiva respuesta sorprende Sara que pega su frente al cristal y coloca su
mano derecha sobre la frente, a modo de saludo militar, con el fin de evitar el
reflejo que le impide escrutar el vestíbulo del portal. Aquel lugar no le
resulta familiar. Vacila, ¿para qué contestar?
-¿Quién?,
¡coño! –insiste descortés la voz.
-¿Está…,
está Raquel?
-Aquí
no vive ninguna Raquel, ¡coño! Y fíjese usted bien, ¡coño!, que trabajo de
noche.
Y
la voz ofensiva cuelga de un golpe el telefonillo, golpe que Sara siente en su
pecho. Ahora observa desde allí cómo el paseo se alarga hasta el confín de la
ciudad, cómo las nubes no se detienen nunca, salvo una que el cielo ha dejado
en sus ojos para humedecerlos.
Sentada
en un banco del paseo, con la cabeza gacha, Sara no sabe hacia dónde ir. Las
piernas de los transeúntes desfilan ante sus ojos como si un viento racheado
moviera sin orden los pasos apurados de la gente. Alguna vez levanta la cabeza
y sigue con su mirada un cuerpo en el que espera descubrir una larga y
brillante melena, otras la levanta para acabar cruzando su mirada con otros
ojos que la miran curiosos, pero nunca tiene el pelo el brillo que espera ni la
mirada es la mirada penetrante que recuerda. No desespera, a su espalda
descubre, ahora sí, el portal que buscaba. Se levanta con decisión, acomoda la
correa de su bolso en el hombro, se sacude y estira la blusa, y no tarda en
estar frente a los timbres. Ejecuta una sola y larga pulsación. Mientras espera
la respuesta las nubes siguen corriendo en el cielo como quien corre y huye en
un sueño, sin saber hacía dónde. Nadie contesta. Sara vuelve a pulsar con
firmeza el timbre del 2º-D, una, dos veces. Nadie responde. Reflejada en el
cristal se ve a sí misma, vuelve a colocarse el bolso, a estirarse la blusa.
Una, dos, tres, hasta cuatro veces hace sonar de nuevo el timbre con
pulsaciones impacientes, latidos de un corazón asustado. Duda. En el reflejo se
encuentra ahora con sus propios ojos que la miran abatidos bajo el cielo de
nubes en fuga que también está allí, sobre sus otros ojos. Y más allá del
reflejo, que desaparece cuando alguien activa las luces del portal, pegado
sobre el vidrio traslúcido de una puerta interior, una esquela resiste desde
hace días sin que nadie la retire: Raquel Velicia García, falleció el 23 de
abril de 2011 a
los 32 años de edad, su madre Sara García… ruegan una oración por su alma.
Sara
vuelve al paseo. Ha vuelto a recordar. Saca de su bolso un pañuelo y seca las
lágrimas que la memoria ha depositado en su rostro. Todo será tristeza durante
unas horas, el tiempo necesario para que las nubes que corren se conviertan en
el único recuerdo cierto del día. Después, mañana, el camino será el mismo, Sara
subirá lenta y suavemente las persianas de la casa y la voluntad saldrá a la
calle en busca de algún resquicio de la memoria, de algún dolor, de alguna
vida.
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