miércoles, abril 16, 2008

Una tarde en Villafranca: Homenaje a Ramón Carnicer

Pensábamos ir a Gijón, queríamos conocer LABORAL ciudad de la cultura. Cerramos la puerta de la casa, bajamos al garaje, arrancamos el coche y una vez en la calle, sólo dos curvas después, como suele ocurrirnos muchas veces, cambiamos de idea. La lluvia, que tras el primer giro se había hecho más intensa, fue la responsable. En la segunda curva decidimos mudar de destino y de fines: Gijón por Ponferrada, cultura por gastronomía. Así caímos, a eso de la una y media, a comer en el Fragata, uno de los mejores garitos bercianos para comer pulpo. Tras trajinarnos una potente ración del octópodo, con sus correspondientes patatas y su botella de tinto peleón -bien regado con gaseosa-, rematamos la comida con una excelente tarta de orujo y los correspondientes cafés. Bien comidos, y con el día metido en agua, no había otra: nuevos cafés y lectura de la prensa. Elegimos la cafetería del Hotel Temple. En uno de los periódicos apareció entonces la noticia: “El Instituto de Estudios Bercianos organiza un homenaje a Ramón Carnicer en el teatro de Villafranca del Bierzo.” Dos mesas redondas, la presentación de un sello conmemorativo y la proyección de algunas fotos sobre la Villafranca que vivió Carnicer en su infancia y juventud fueron suficiente reclamo para que a las cinco y media estuviésemos sentados en las butacas del pequeño y precioso teatro villafranquino. En la primera mesa algunos amigos y conocidos del escritor, del que sólo he leído hasta hoy el libro de viajes Donde las Hurdes se llaman Cabrera, recordaron al Ramón Carnicer más humano, al hombre amigo, al vecino. Después se presentó el bonito sello cuya imagen acompaña a esta entrada. Siguió el acto con la proyección fotográfica. Entonces el teatro se convirtió en un murmullo: mira cómo estaba tal calle o tal otra, dónde es eso, fíjate, la plaza entera empedrada, dónde estaba esa tienda, qué pena la estación. Los de fuera, sin recuerdos a los que asirnos, nos conformamos con comentar una preciosa foto de 1904 del interior del propio teatro en el que nos encontrábamos. La segunda mesa redonda, presentada por Luis del Olmo, contó con, entre otros, Antonio Pereira y Pedro Trapiello. Figuraban en el programa también Juan Carlos Mestre y Cristóbal Halffter, pero ni uno ni otro pudieron asistir al acto, aunque el poeta envió un texto elogioso y reivindicativo de la figura de su paisano. En esa mesa, de entre todos, sobresalió Pereira. Este gigante del cuento glosó la figura de Ramón Carnicer con la sana ironía que le caracteriza, con la clarividencia que aporta la anécdota contada de manera magistral. Nos hizo reír y también nos hizo sentir a su amigo, a su compañero de letras, a través de la lectura de fragmentos de la correspondencia que se intercambiaron a lo largo de más de cincuenta años. Su intervención la cerró, él, maestro de finales, recordando la última vez que hablaron por teléfono, el 24 de diciembre de 2007, cumpleaños de Carnicer, 95 años, y apenas cinco días antes de su muerte, el 29 de dicho mes. Contó Antonio Pereira que al despedirse tuvo un presentimiento. La voz trémula que acompañó las últimas palabras de su interlocutor anticipaban lo peor. Fueron esas palabras sencillas, todo estaba dicho, con las que se despide la gente de bien:
-Adiós Antonio.
-Adiós Ramón.

Después saludamos a Pereira y a Úrsula, su mujer, a los que no veíamos desde la tarde en que nos firmaron en su casa, alrededor de un café, unas pastas y su impagable compañía, los libros de Alcancía. El escritor, que sigue con sus achaques en las piernas -le cuesta trabajo andar-, no para. El viernes y sábado que viene estará en Urueña hablando de microcuentos (que poco le gustan, aunque él tenga algunos que defiende diciendo que cada cuento define su extensión, y creo que es un buen juicio), siempre acompañado de su inseparable y amable Úrsula. Una tarde, ésa del 13 de abril, que recordaremos. Ya sólo resta leer algunos libros de Ramón Carnicer para prolongarla. Por qué no Las Américas peninsulares. Viaje por Extremadura (1986) o su novela Las jaulas o Friso menor, sus memorias, o releer Donde las Hurdes se llaman Cabrera, aunque sólo sea por volver a imaginar que cuando él pasó por Pombriego, mi pueblo, allá por el año 1963, para escribir ese libro de viajes, yo estaba allí, tenía un año, y quizá este Carnicer, al que todos calificaron ayer en Villafranca como hombre bueno, me revolviera el pelo con su mano mientras mi madre me sostenía en brazos, sentada a la puerta del comercio de Antonio Armesto.

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