martes, octubre 25, 2005

Mundos

Dicen que el cine es una máquina de sueños. No voy a negarlo. Pero la Seminci, cine al fin, no lo es para mí. En la Seminci se sueña, sí, pero el mundo que se sueña es el mundo real, que es como decir injusto hasta la extenuación, y el mundo real sueña a su vez con otro mundo real posible. Ese es el sueño, acaso, a la vista de cómo respira el mundo, la más delirante de las fantasías. A soñar de esta manera he dedicado este fin de semana, el viernes de la mano de Hao Ning, director de la película china “Ping Pong Mongol”. Hao Ning nos narra la historia de tres niños, hijos de ganaderos nómadas mongoles, que encuentran una pelota de ping-pong y desconocen qué es aquella bola blanca. Mientras los muchachos buscan una respuesta a ese interrogante (que pasa de ser considerada una perla a pelota nacional) voy descubriendo la belleza de las llanuras de Mongolia a través de una fotografía que me va atrapando más y más hasta convertir, la sola contemplación de las escenas, en un placer que va más allá de la historia que se narra. Pero, aún así, la enorme calidad de la fotografía no acaba por eclipsar a la historia. Hao Ning, con un ritmo lento y preciosista (y utilizo ambos epítetos en el mejor sentido), cuenta esta historia trivial, que no lo es para los niños protagonistas, de manera convincente e imaginativa. En algunos momentos, como si los límites que abraza la cámara no fuesen suficientes para decirnos todo lo que quiere, como si con ello quisiese dejar claro lo inabarcable de la estepa, Hao Ning consigue que también estemos pendientes de lo que se cuenta fuera de plano; planos largos en los que todo parece estar equilibrado, la quietud y el nomadismo, la libertad con la que se mueven los niños y su galope limitado a la vasta llanura. Una película que crecerá en mi memoria. Otro mundo.
El sábado, a las ocho y media de la mañana, me dispuse a ver una de vaqueros, "Brokeback Mountain" ("En terreno vedado"), de Ang Lee, director, entre otras, de películas como "Sentido y sensibilidad" o "Tigre y Dragón". Y la de vaqueros, premiada con el León de Oro en la Mostra de Venecia, resultó ser una de vaqueros, sólo que en esta ocasión, además de hombres duros, eran homosexuales. Los protagonistas de esta historia, los actores Heath Ledger y Jake Gyllenhaal, son dos pastores que cuidan de un gran rebaño de ovejas en las montañas de Wyoming. Allí se enamoran, pero la presión social (el desconocimiento de gran parte de la sociedad de lo que significa la palabra dignidad) que se ejerce contra los homosexuales les lleva a separarse y llevar una vida de las que se consideran “normales”, es decir: se casan con mujeres y tienen hijos. Cuatro años después se vuelven a ver y, como siguen enamorados, comienzan una larga serie de contactos esporádicos que les sirven para mantenerse vivos. La película, ajena a cualquier sensiblería, nos muestra el sufrimiento de estos dos amantes, personas cuya condición de homosexuales, en una sociedad hipócrita y conservadora, acaba por costarles, incluso, la vida. Para no perdérsela. En fin, otro mundo que no nos es ajeno. Basta ver el comportamiento de la iglesia católica y el de determinados colectivos conservadores (asociaciones que se dicen defensoras de la familia, partidos políticos como el Partido Popular, medios de comunicación canallas) al enfrentarse a una Ley como la de los matrimonios entre personas del mismo sexo. Todos ellos desconocen el sentido de la palabra dignidad y han tratado al colectivo homosexual como enfermos sin derechos cuando no como ciudadanos apestosos. Repito: dignidad y respeto a los demás, no creo que sea pedir tanto. Otro mundo, ahora, aquí, en España, un poco más justo. A las doce la pantalla se iluminó con “Elsa y Fred”, de Marcos Carnevale, una comedia hispano-argentina que me recordó mucho a “El hijo de la novia”. Una visión de la tercera edad en la que se apuesta por seguir siendo feliz cuando los años nos van calcinando. Divertida, el único respiro que nos tomamos. Los occidentales ricos somos así, después de comulgar un poco con la injusticia nos podemos permitir el lujo de alejarnos de la llama que quema y respirar. Otro mundo, otros problemas, eso sí, menores.
Con “L’enfant”, de Jean Pierre y Luc Dardenne, premiada con la Palma de Oro en Cannes, arrancó la tarde. Creo que es también una película que crecerá en el recuerdo. Dos jóvenes marginales, prácticamente adolescentes, se convierten en padre y madre. Él vende a su hijo (“Haremos otro”, le dice a la madre –y lo dice casi todo-) aunque luego lo recupera. Vidas de extrarradio, cine emparentado con el documental, cámaras al hombro, los ruidos de la ciudad, sus injusticias, vidas que, si la suerte no nos hubiera acompañado, podrían ser las nuestras. Y todo ocurre al amparo de una luz fría, gris, triste, europea. Otro primer mundo.
Ya cansado (circunstancia nada nimia) acudí a ver “Los ladrones”, de André Téchiné. Ya la había visto en otra Seminci, hace algunos años, y no lo recordaba. Creo que me volveré a olvidar de ella, lo que espero es que la casualidad no me la arroje de nuevo a los ojos, con dos veces es suficiente.
Y llegó el domingo y llegó “Water”, de Deepa Metha[1]. La directora india cuenta, en la India de 1938, en la que Ghandi emerge como gran figura, el sufrimiento terrible de las mujeres recluidas en casas de viudas, en las que permanecen de por vida para pagar no se sabe muy bien por qué. Allí llega una niña, Chuyia, de ocho años (sí, 8 años) que acaba de enviudar. Estas mujeres sobreviven como pueden: mendigan y se prostituyen. Pero en la casa, como en tantos sitios que provocan espanto, también existe la solidaridad, una invitación a la esperanza. La película me ha parecido espléndida: la fotografía, la música, las actrices (quizá hubiera puesto en lugar de Kalyani, la bella viuda obligada a prostituirse, una mujer con rasgos más indios), la denuncia, la historia. Y acaba bien. Y acaba mal porque aún hoy siguen existiendo las casa de viudas, siguen los fundamentalistas religiosos persiguiendo a directoras como ésta que han dedicado su esfuerzo a denunciar la situación de opresión y servidumbre en la que se encuentra la mujer en la India (y por extensión, en todo el planeta), seguimos sin darnos cuenta de que quizá, entre todos los mundos posibles, este nuestro, el que elegimos cada día los privilegiados, sea, sino el peor de los posibles, uno de los peores. Lloré por Chuyia y por Kalyani (¡qué nombres tan bonitos!), y por lo que ellas representan, hasta que las luces del teatro se encendieron. No es que no sea suficiente, es que no es nada y algo más habrá que hacer. La India, el mundo de los mundos, la paz de Ghandi frente a las tradiciones más injustas.
Y cerramos el fin de semana con un pobre documental sobre los cincuenta años de la Seminci, “50 años de cine, cine”, de Enrique Monís. Me gustó ver una ciudad que ya casi no recordaba, el Valladolid de los setenta y de los ochenta, el de mi adolescencia y mi juventud, el de mis primeros años de semincista. Me gustó ver imágenes de “Riff-Raff” y de otras muchas películas, pero no me gustó el documental por empalagoso y porque estaba hecho para llamarnos guapos y eso, y no habrá verdad más cierta, está reñido con el Festival, cuyas pantallas acostumbran a escupirnos a la cara un mundo más feo, un mundo más real, el vergonzoso mundo en el que nos movemos.
Se me olvidaba, dos cortos recomendables: “God On Our Side”, de Michal Pfeffer y Uri Kranot, que trata sobre el conflicto entre Israel y Palestina y nos lo muestra con impactantes imágenes del “Guernica”, y “Maestro”, de Géza M. Coth, un corto de animación en el que a un cuco se le prepara para que cante en un ..., como un maestro de ópera, no diré más.
[1] Es directora también de las películas “Fuego“(1996) y “Tierra“(1999). Con “Agua” cierra esta trilogía. Intentaré ver las dos anteriores lo antes posible, seguro que merecen la pena.

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