Han bastado
sólo tres días de sol y dos salidas al campo para que se diluya el recuerdo de
varios meses pasados por aguas y nieves continuas, por días sin brillo, por un
tiempo cuyo único objetivo parecía ser condenarnos al aburrimiento. La lluvia
ha sido la compañera tediosa e inseparable que nos ha entregado el invierno, a
veces gotas, a veces copos, y que parecía no querer abandonarnos nunca. Pero de
repente el sol, que no quería saber nada del noroeste, como un hijo pródigo ha
regresado y nos ha dado el abrazo que ya no esperábamos. Y de repente también
hemos descubierto que todo el agua del invierno y la primavera estaba ahí, haciendo
tiempo, ensayando en los torrentes y pequeños ríos de estos valles perdidos,
para que cuando llegasen estos días serenos y luminosos nuestros ojos se
dejasen vencer por la sorpresa que siempre produce el paisaje del agua.
Y ese
paisaje del agua se mostraba ayer en el valle de Vachera: praderas amplias y
hermosas, el río Tuerto sin parche en el ojo, desbocado, el agua bajo los pies
en las turberas, los narcisos y los crocus adornándolo todo, los neveros
tomando el sol de la tarde.
Y ese
paisaje del agua se dejaba ver hoy en la braña de Orallo: con el río rebelde
mientras atravesaba rápido la Vega de Marietes y violento en la Poza de la
Mucheda, con arroyos locos en cualquier vaguada, con cascadas en los lugares
más inesperados, con los narcisos otra vez ajardinando los pastizales, con la
paz del ganado al sol entre las húmedas praderas, con la nieve que resiste impoluta
en las crestas más altas.
Llegó el
paisaje del agua, aquél que nació en los días que parecían condenarnos al
aburrimiento, y nos dejó, otra vez, perplejos.
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