Para
E.G.G.
Suena el teléfono y lo levantas con el ánimo neutro
de quien no espera más que aquella consulta técnica que quedó pendiente o un
aséptico encargo de trabajo o la difusa solicitud de información de algún
desconocido. Sólo esperas una voz intrascendente, un tono vacío, una cadencia
que en nada altere el serio carácter que aparentas. Pero una vez entre mil, ese
teléfono que suena siempre de la misma manera, siempre con la misma queja
repetida, se descuelga dejándonos palabras inesperadas y alguna lágrima.
Entonces, cuando cuelgas, te llevas las manos a la cara y sientes cómo los
pequeños caracoles del desasosiego y la angustia van dejando tu piel impregnada
de su espuma, cómo van recorriendo tu cuerpo con la lentitud con la que se
construyen las incertidumbres. Después dejas pasar las horas, sales a pasear
bajo un cielo lluvioso de nubes bajas, embarras tus botas en el camino mientras
piensas. Y ahora llamas tú y al otro lado del teléfono alguien, esa voz que
quieres, te dice que el mundo está ahí para comérselo, que esas pequeñas
cositas que no conocíamos y que han venido a visitarnos por sorpresa se
marcharán pronto. Y es que hay días así, como el de hoy, en los que es mejor no
hacerse ninguna pregunta, sólo dar la eterna respuesta del paso hacia adelante.
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