Cada
año se repiten en los telediarios las imágenes que nos muestran el júbilo de
los premiados en la Lotería de Navidad y en la del Niño. Las crónicas suelen
tener siempre el mismo formato. El reportero nos relata cuánto ha tocado y
dónde mientras a sus espaldas los afortunados se mojan y remojan en cava,
cantan no se sabe muy bien qué, brincan y se arrodillan con la misma pasión,
besan alegremente a todo el que se acerca por allí, incluido el reportero o
reportera de turno, y gritan hasta parecer enajenados. A esas imágenes suelen
seguirle las de los regentes de los negocios que han repartido el premio: el
dueño del bar de la esquina, que siempre es un bar y un dueño como alguno de
los que pueblan mi barrio; la peluquera que estaba a punto de cambiar de oficio
–ya no- y que tiene el brío y la simpatía de la peluquera de mi madre; la
lotera que nunca había dado un gran premio y que tenía el presentimiento de que
este año iba a dar el gordo; la dueña de
la agencia de viajes a la que no tocó nada pero dice estar tan alegre
como si le hubiera tocado. Y para terminar nos muestran, en pequeños cortes, a
qué dedicarán los afortunados el dinero del premio: saldar la hipoteca, ayudar
a los hijos, tapar algunos agujerillos, sanear el pequeño negocio. Esas suelen
ser, año tras año, las respuestas de los premiados. Pero este año me ha
sorprendido que se ha agregado un destino más para ese dinero: pagar la universidad de mi hija, ha
respondido una mujer madura; para pagar
la matrícula de la universidad, ha contestado una joven. Y es que parece
que la gente comienza a asumir en qué consisten las reformas (recortes) de
Wert: la posibilidad de estudiar en la universidad se va a convertir en una
lotería para muchos jóvenes de este país. ¡Qué triste!
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario