HABÍA UN RASTRO amarillo de humo entre sus dedos,
sobre sus ojos verdes una catarata de luz prohibida,
quietud en su boca entreabierta y sin aliento.
Había colillas a sus pies
y una manta abrazándole las tibias.
Y poco más.
Era una casa poblada de ecos
y él tenía el aspecto de un animal doméstico:
agazapado, perezoso. Sobre su piel blanca
descansaba el último verano,
la incertidumbre que sigue a las tormentas,
su luz terminal,
de despedida.
Diez días atrás debió posarse sobre él el abandono,
la sed, el desvarío, la intemperie
de quien se sabe forajido de la vida.
También el perfume de la nieve,
el galope primaveral de los pájaros,
la hierba agostada del verano
y dos muchachas tristes y bellas de su infancia.
Hoy,
al fin,
horas después de su casual hallazgo,
la aséptica mano del forense certificó su muerte
y los investigadores no hallaron nombre alguno que darle
al hombre de la boca entreabierta y sin aliento
y los gatos huyeron
y en la ciudad amaneció
y la huella de los húmedos caracoles
de la memoria comenzó a borrarse lentamente.
Y los que habitaban el litoral de la mañana,
aquellos que moran en el impetuoso interior de las hogueras,
se preguntaban nerviosos:
¿Y quién dará ahora de comer a los gatos?
miércoles, junio 17, 2009
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario