martes, noviembre 08, 2005

Los otoños

Cambiar de lugar de residencia (si es que ésta no es sólo y siempre la tierra -robándole el título a Neruda-) cada cuatro o cinco años tiene sus inconvenientes; unos referidos a lo que podríamos llamar la intendencia, y englobo ahí desde los malhumorados traslados hasta el trascendental trabajo de ilustrarse sobre dónde es recomendable comprar el pescado o la carne o a qué vecinos es mejor no pedirles nunca nada, y otros, los otros (y ahora le toca a Amenábar), que tienen que ver con las inseguridades y miedos con los que se afronta siempre una aventura de la que desconocemos no sólo por qué caminos transitará sino también si llegaremos a algún sitio o, lo que es más importante, si la ruta nos traerá más goces o más desconsuelos, si habrá más luces o más sombras (jugando también aquí con otro título, esta vez de Torrente Ballester).
Pero cambiar de lugar de residencia con cierta asiduidad ha tenido una gran ventaja, una que nadie podrá negarme: la posibilidad de haber sentido diferentes otoños. El de este año, en Laciana, que se dilata por la ausencia de frío, se está dejando acariciar como una mascota consentida: se revuelca en las laderas y nos lame y cuando vamos a por él, a sumergirnos en sus largos mechones envejecidos, no sabemos con qué pirueta inocente y prodigiosa nos sorprenderá cuando demos el siguiente paso o afrontemos cansados la próxima revuelta. El otoño, los otoños, la más honrada de todas las estaciones, la única que nos confiesa sin estridencias –todo un valor en los tiempos que corren- qué será de nosotros y en qué nos convertiremos.

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