Hay recuerdos para los que no hace falta tener
memoria porque son presente, salpican, aunque sólo sea un segundo, todos los
días de tu vida, están refugiados en pequeños detalles, inapreciables muchas
veces, formando parte de ti. Quizá sólo caigas en la cuenta de que están ahí
una vez cada seis meses o una vez al año, o quizá no caigas nunca, pero tú
sabes que están, que van contigo, que te ayudan y te han ayudado a vivir. Pongamos
un ejemplo. Supongamos que alguien se coló en tu vida, hace ya mucho tiempo, y
te enseñó cosas sencillas: qué es un obturador, qué es un diafragma, cómo un
mismo paisaje puede ser muchos dependiendo de la profundidad de campo, cómo hay
que intentar interpretar las luces, las
sombras, los grises, cómo engañar al fotómetro, qué es la sensibilidad, cómo
colocar una película de 36 fotogramas en tu vida, perdón, en tu cámara, cómo
revelarla para descubrir algo que no viste y estaba allí, esperando a tu ojo, cómo
fijar la plata de tu vida para siempre en un papel. Pongamos que alguien, como
me ocurrió a mí, te enseñó esas cosas que parecen sencillas: que un obturador
es una puerta, que un diafragma es un ojo para ver el mundo, a veces un ojo
casi cerradito, a veces un ojo bien abierto, que la luz puede quemar, que la
sensibilidad puede provocarnos granos finos y granos gordos pero que siempre es
bueno tenerla a flor de piel, que un cuarto oscuro puede ser un buen lugar para
mirar a los demás, para mirarse a uno mismo, un buen lugar para sobrevivir. Alguien
quiso una vez enseñarme esas cosas que parecen sencillas y yo, incapaz, sólo
pude aprender un poco. Ese alguien se llama Pablo Miguel Ángel Nieto Sánchez,
Míguel, Miguel, Nieto.
Y para enseñarme todo eso se sirvió de algunos
aparejos. Recuerdo ahora su Minolta SRT, que tantas y tantos disparamos, en
ella hice mi primera fotografía, entendiendo como tal esa imagen en la que uno
ve y quiere que otros vean. Recuerdo también su ampliadora Meopta, aquellas mágicas
tiras de prueba sobre papeles Valca en las que una cara podía pasar de ser
pálida, de varias formas distintas, a casi negra. La fotografía como un
secreto: los ojos para descubrir, el visor para atrapar lo descubierto, las
bandejas para revelarlo y fijarlo en el mundo para siempre. Yo, además de muchas
cuestiones técnicas, que al fin es un asunto menor, tengo que agradecerle lo
que aprendí a su lado de sus nerviosos y inagotables gestos, de su ir y venir
incesante y frenético, de las horas y horas que hablamos y hablamos de su casa
a la mía y de mi casa a la suya y de su casa a la mía y de mi casa a la suya y
de su casa a la mía. Huellas aún frescas después de tantos años. Alguien que
regó una vez mi vida para que creciera. Ese es para mí Miguel, Míguel, Nieto. Y
por eso estaré el viernes, día 7 de junio, a las 21:30 horas, en Valladolid, en
el bar El Trocadero, detrás de la Antigua, para darle un abrazo y disfrutar de
la presentación de Lo invisible, su
primer libro, un libro que reúne 122 fotografías en las que, estoy seguro,
serán fácilmente reconocibles sus ojos, esos por los que algunos, alguna vez,
miramos.
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