Ayer se
celebró en la Casa de la Cultura de Villablino un homenaje a Eugenio García
Madera (Geni). Geni tiene hoy 83 años y una vida entera moldeada por su pasión
por la música, una vida llena de los sonidos de su inseparable acordeón. La enfermedad de sus ojos no debió ser obstáculo para que, en esa tarde fría, viera con
total claridad el cariño que le dispensaron sus vecinos del Valle de Laciana.
Un salón de actos repleto, con los pasillos llenos de gente, se citó con él. Y
todos allí se citaron con sus recuerdos: con los bailes de los años cincuenta y
los sesenta y los setenta, con la mina y los duros trabajos de esos años, con
su infancia y la de sus hijos, con los inviernos helados de plomo y con los
inviernos cargados de ternura.
El homenaje
comenzó con una proyección de fotografías en las que Geni, los grupos de los
que formó parte, las fiestas en las que tocaba, fueron los protagonistas. Viéndolas,
recordaba yo que en mi casa, en una cajita de puros, se guardaban fotos como ésas
que llenaban la pantalla; las personas eran distintas, los tamborileiros otros, procesionaban otros santos, y sin embargo las
fotos eran las mismas, guardaban la misma emoción, los mismos blancos, los
mismos negros, el mismo gris.
Después llegó la música. El piano en manos de María del Mar -una de sus hijas-, las guitarras, las flautas traveseras y, cómo no, los acordeones, que no sólo sonaron especialmente bien esa tarde, mientras sus fuelles empujaban lentamente como no queriendo que el hechizo de la tarde terminara, sino que también brillaron con más nostalgia de la acostumbrada. La coral Santa Bárbara, el coro La Ceranda, un monólogo en patxuezo -el habla de esta tierra- y sus hijas, todas ellas con el temblor de la música y la emoción en la piel, interpretaron piezas en honor de Geni.
Después llegó la música. El piano en manos de María del Mar -una de sus hijas-, las guitarras, las flautas traveseras y, cómo no, los acordeones, que no sólo sonaron especialmente bien esa tarde, mientras sus fuelles empujaban lentamente como no queriendo que el hechizo de la tarde terminara, sino que también brillaron con más nostalgia de la acostumbrada. La coral Santa Bárbara, el coro La Ceranda, un monólogo en patxuezo -el habla de esta tierra- y sus hijas, todas ellas con el temblor de la música y la emoción en la piel, interpretaron piezas en honor de Geni.
Casi al
final, unas emotivas palabras leídas por otra de sus hijas volvieron a llenarme
los ojos de recuerdos: las castañas que mi padre asaba con el fuego gastado de
la añoranza, las largas tardes de los domingos de invierno, los cristales
empañados en la cocina, el chocolate caliente, su señal de humo de paz a la
mesa de los humildes, y aquellas rebanadas de pan manchadas de aceite y
caricias. Aún hoy, un día después, no sé como pudo llegar a leer toda la
ternura que evocó sin entrecortarse, yo, desde luego, no hubiera sido capaz.
Y tras los
regalos que se le hicieron, Geni sólo dijo una palabra: Gracias. Después, a dúo
con María del Mar, habló para todos con su acordeón, como lo ha hecho desde
hace tantos y tantos años. Un homenaje sencillo y lleno de agradecimiento por
parte de todos sus vecinos y amigos. El homenaje era para Geni, pero los
homenajeados, sentí yo, que eran todos los que vivieron la alegría y la
tristeza de ser jóvenes en la crudeza de aquellos años en los que los sonidos
de un acordeón convocaban como ninguno a la esperanza, al júbilo, a la fiesta,
a la celebración y también, cómo no, a la melancolía. Gracias Geni.
*El original de la fotografía que aparece ha sido cedido por Cristina Astiárraga Torío, después la imagen ha sido tratada con Instagram.
*El original de la fotografía que aparece ha sido cedido por Cristina Astiárraga Torío, después la imagen ha sido tratada con Instagram.
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