Llovía en Gijón. Julio estaba recién estrenado. La suave temperatura que envolvía la tarde invitaba a pasear por la playa de San Lorenzo. Dejarse calar por el orvallo, que flotaba amargo y delicado en el ambiente, era una obligación, una tarea ineludible para quien cree que, por más que se repita, ese llover imperceptible siempre es un prodigio. El fútbol -a las ocho y media Paruguay y España se jugaban su pase a semifinales en el mundial de Sudáfrica- hizo de las calles de la ciudad un solar deshabitado. Dos horas después al milagro del orvallo se había sumado la victoria (0-1) de la selección española. La eterna humedad de la calle se rodeó entonces de la alegría barata y abusiva que siempre acompaña a estos éxitos fútiles. Ahora la noche estaba ya allí. Las noches de orvallo en Gijón son negras siempre. Camino de la Laboral el agua y la noche eran la misma cosa: espesura. Cuando llegué al patio de este centro de arte la compañía La Machine estaba ya preparada para arrancar con La Symphonie Mecanique. Secundados por el agua, que no dejaba de caer, los componente de La Machine comenzaron a hacer sonar sus singulares instrumentos: viejos tornos convertidos en manos de percusionistas; órganos creados con oxidadas tuberías que el fuego hacía sonar; fuelles que soplaban con medido aliento sobre vacías botellas o entre rendijas milimétricas y convertían su bufido en silbidos sugerentes; compresores que agitaban látigos que azotaban platillos y bombos; cadenas cuyo sonido no era el del miedo; poleas que en su vaivén rasgaban alambres afinados; molinos de guitarras que giraban por el empuje transmitido por correas y pedales. La Symphonie Mecanique, aquella música elaborada con desechos industriales, sonaba. Y para mi sorpresa aquella partitura metálica era un abrazo en la noche lluviosa. Nosotros, el público, situado en el centro de la plaza, con total libertad de movimientos, rodeados de aquella orquesta industrial, nos dejamos querer en la noche por su música triste mientras buscábamos entender el funcionamiento de aquellas máquinas que nos hablaban con un lenguaje más nuestro que el de esta era digital. Todo invitaba allí -olores, sonidos, colores- a dejarse arrastrar por la melancolía. Como si de una tarde invernal de circo se tratase, el sábado, en el patio de la Laboral, el aire era nostalgia, y el agua, que en su caída lo arrastra todo, me caló sin darme cuenta hasta los huesos.
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