El inmenso y fantástico abedular que cubre una gran parte de las laderas sur (las orientadas al norte) del valle de Laciana es un cambiante y vivo cofre que esconde en su interior infinidad de tesoros. Quien quiera encontrar alguna joya de ésas que se esconden entre las luces y las sombras de estos abedulares no tiene más que pasearlos en silencio y prestar un mínimo de atención a los sonidos que lo rodean y a esa maraña de líquenes y árboles (acompañan al abedul, entre otros, multitud de serbales –preciosos en esta época con sus bayas rojas- y los brillantes acebos –ahora con sus bayas verdes, que no todo puede ni debe madurar al mismo tiempo-) que sirven de cúpula y flanquean al paseante durante casi todo el camino. Ayer por la tarde, acompañado de alguien que conoce muy bien ese terreno y la vida que allí busca amparo, di un largo paseo por esos bosques. Fue una tarde para disfrutar, una tarde más en la que intenté respirar al ritmo al que lo hace la vida. Cuando bajamos de este particular cielo nuestro, que es el bosque, ya era de noche.
Dejo aquí dos muestras de esa tarde, dos joyas con las que nos topamos en el cofre: una pluma de urogallo sobre el pasto y un escarbadero de urogallo.
También merendamos, que es obligado, con arándanos recién cosechados de postre.
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