lunes, marzo 13, 2006

El Xantia

Ayer atropellamos a un jabalí. Era noche cerrada y, como suceden estas cosas, apareció por arte de magia (y juro que fue así) delante del coche, bañado en la luz amarillenta de los focos. Pisé el freno con fuerza y el coche derrapó sin hacer ningún extraño, pero el golpe fue inevitable. Paré en un camino rural que salía a unos cincuenta o cien metros más allá. Nada nos había pasado, quiero decir que estábamos bien, sólo un poco asustados. Me dio un beso y bajé del coche para comprobar cómo el impacto habría destrozado el morro del Xantia, pero para nuestra sorpresa, milagrosamente, no le había pasado casi nada, apenas una rejilla de ventilación rota y la matrícula doblada; el resto parecía intacto, marcado sólo por el polvo que el golpe le había sacudido al animal sobre el frontal del vehículo y los “chevrones”. El jabalí (de tamaño mediano) dedujimos -porque habíamos oído un ruido de traqueteo en los bajos, inmediatamente después del atropello- que debía haber pasado por debajo del coche. Íbamos, curiosamente, hablando de que deberíamos cambiarlo, éste ya tiene 357.000 kilómetros y le están surgiendo algunos achaques difíciles de solucionar, caros, quiero decir. Fue como si al oírnos hubiera querido demostrar que aún tenía capacidad para seguir defendiéndonos. Casi al unísono pensamos que deberíamos posponer el cambio, que el siguiente no nos saldría tan bueno como éste, no nos sería tan fiel, no nos querría tanto. Ya sé que es un coche, esa cosa que tanto esclaviza a esta sociedad nuestra, pero me da pena cambiarlo, hemos vivido allí dentro tantas cosas; ocho años de continuos viajes dan para mucho: charlas nimias, conversaciones trascendentes, silencios de todo tipo, caricias, estaciones que pasan, menstruaciones dolorosas, risas, dolores de muelas, la sonrisa de la felicidad, la cabeza que estalla, dehesas de las que enamorarse, llantos, trayectos que ya se sienten como regiones propias, amigos nuevos, secretos dichos en voz alta, bocadillos, los amigos de siempre, la música de Silvio, la de Ruibal, la del sueño que amenaza, la campiña francaise, las canas que comienzan a salirme, los muertos que vimos al lado de la carretera. Es un coche, sí, pero encierra una parte importante de nuestras vidas, aquélla que discurrió por tantas horas de viaje necesario, ciertamente necesario, imprescindible. Otro día contaré en cuánto ha valorado el tasador esas horas, esa parte imborrable de nuestra vida, plan prever incluido.

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