jueves, diciembre 08, 2005

Cuando duermo

Entonces él, movido por la voluntad que sólo parece existir en los sueños, cerró los ojos y dedicó la noche a dejarse perseguir por las lechuzas, a volar sobre las encinas, de las que ya colgaban sus ramos de flores tan severas, a escrutar la perpetua oscuridad de las toperas, el quebrado vuelo de los murciélagos, la sigilosa erudición del zorro adulto, la rumorosa soledad de la dehesa, el humo escaso de las últimas carboneras, el croar celoso de las ranas, la luna que sembraba de plata la piel y los ojos, asustados y alerta, de los sapos. Dormido, dio media vuelta y la noche lo acompañó, se acurrucó con él, y las estrellas del oeste pudieron verle ahora la cara sin necesidad de esperar a que el compás del cielo les ofreciese, en su lenta procesión, la perspectiva de aquel rostro hambriento y agotado. Llegó la hora entonces de un sueño más profundo, más libre y desasosegado por tanto: los jabalíes corriendo envenenados entre la espesura aceitosa de las jaras, las ramas que el viento rompe sin testigos, las nubes que acorazan la noche y la entristecen, la niebla, la real y la soñada, que había decidido, esa misma noche, clavársele en las sienes.

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