miércoles, septiembre 07, 2005

Pleno al quince en el cineclub

Al cineclub de mi pueblo le pasa como a los jugadores de quinielas, que se las ve y se las desea para alcanzar los doce, trece o catorce aciertos, si por aciertos contamos a los escasos y voluntariosos espectadores que cada miércoles acuden a la proyección. A pesar de las dificultades, alguno de esos premios menores ya ha cobrado el cineclub, sobre todo gracias a Chaplin y Buster Keaton, aunque eso sí, siempre en navidad y con el favor de los niños, que este cineclub está muy bien organizado y tiene programa especial de navidad. Pero lo que nunca se ha alcanzado ha sido el ansiado pleno al quince (ni los catorce tampoco, para serles sincero). Y no es que yo me obsesione con los números, por muy hombre de ciencias que sea, que lo soy, pero no les oculto que me haría ilusión llegar a esa cifra, aunque sólo fuera para engañarme un poco y poder pensar, con algún fundamento, que el pueblo aún está vivo. A algunos les parecerá exagerado que haya elegido este criterio para medir la vitalidad de esta industriosa villa venida a menos por la crisis del carbón, pensarán que tengo intereses ocultos. Nada de eso. Dejo claro que no participo yo en la organización de este evento -¡qué más quisiera!-, me faltan empuje y conocimientos cinematográficos. Mi relación con este cine proletario[1], de sillas escolares y un par de sillones deshilachados y raídos, cuya ruda pantalla es una pared blanca y arañada, quién sabe si por King-Kong o por el Spencer Tracy encarcelado y desesperado en Furia, y cuyas películas proceden, en su mayoría, de grabaciones caseras y nocturnas de la 2, cuando la 2 hacía honor a su nombre y le echaba un par, es la de ser un espectador más, constante -que no todos lo son-, pero uno más. Si acaso, si eso puede considerarse colaborar con la organización, más allá de ser mero público, ordeno, al terminar el pase, las sillas, ocho o diez, la mayoría frías, los dos viejos sillones y una mesa que sirve de apoyo al vídeo, si hay suerte al DVD, y a eso que llaman cañón, moderna arma de proyección que ha bombardeado este pueblo con obuses del tamaño de Murnau o Truffaut o Lars Von Trier. Y visto que no hay intereses ocultos, que siempre tiene uno que andar justificándose, ni entradas a cobrar, ni medallas que colgarse, yo afirmo que el pueblo volverá a estar vivo cuando hagamos un pleno al quince en el cineclub, o catorce a secas, que es tontería emperrarse en estos asuntos por uno arriba o abajo.
Lo cierto es que cada miércoles salgo de casa con la quiniela hecha: hoy Muerte en Venecia, entre cinco y siete, es Visconti, se me olvidaba la profesora de literatura del instituto, que para eso Thomas Mann es Nobel, pondré un ocho; hoy Los lunes al sol, posible pleno, tema de actualidad, actor de moda, un guión que podría servir para contar los últimos años de este pueblo, pondré un trece; hoy Dublineses, cuatro o cinco, no más, incluida la profesora de literatura y su amiga, la que siempre se queja del frío, que digo yo que dónde aprendería el inglés que enseña esa muchacha para quejarse tanto del frío; hoy Ingmar Bergman, Los comulgantes, pueden ser ocho, porque siempre hay quien para parecer un experto cinéfilo no se pierde ni las de Bergman ni las de John Ford, aunque sea lo único que vea en el año, es otra postura, ocho y acierto seguro; hoy El ladrón de Bagdad; hoy El fantasma de la ópera, de Rupert Julian; hoy Breve encuentro, de Davi Lean; hoy..., y casi siempre atinaría si diese esta cifra: no más de cuatro, y eso contando a J., el organizador. Yo no lo entiendo, porque aunque seamos un pueblo y estemos perdidos en la montaña y nos tengan por un lugar maldito y algunas películas sean de cine mudo (¡qué lujo en los tiempos que corren!) aún somos ocho mil, un Himalaya de personas. Ya sé que de esos ocho mil debo quitar a los niños, que para estas películas debe ser uno por lo menos adolescente, a los impedidos, que todo hay que decirlo, el lugar no está, desgraciadamente, preparado para ellos, a la mitad de la población, que afirma la estadística del ministerio que nunca han ido al cine, a otro veinte por ciento que no se entera, por más que J. llene las esquinas de carteles. Hago la cuenta y me quedan unos dos mil, un número parejo a la altura en metros de los montes nevados que nos rodean. Pero aún estoy dispuesto a restar a los aficionados al fútbol, que los miércoles ya se sabe, a los que aún trabajan a las seis y media de la tarde, a los enamorados, que hacen bien dedicando las largas y oscuras tardes del invierno a labores epicúreas, a los que van de aquí para allá sin más objetivo que ir de aquí para allá, a los que no van por culpa del frío, que parecen haber olvidado que, pese a la globalización, esto sigue siendo el noroeste. Restaré también a los incluidos en la categoría de varios (opositores, desmemoriados, enfermos, amores despechados, enemigos –que alguno habrá-, dormilones, viajeros y otras almas en pena). Y tras tanto descuento -no se quejarán- me encuentro ante ciento dieciséis personas con muchas posibilidades de acudir a la proyección. Quitaré el IVA, que esto son cuentas de letras y dicen que no se paga, y dejaré la cifra en cien, un número más simbólico y redondo. Así pues, cien, y yo de esos cien sólo pido que asistan quince, ¡un pleno al quince!, sólo uno, ese detalle que me hable, aunque sea al oído y bisbiseando, de la esperanza que a este pueblo le queda todavía.
Habrá que seguir escuchando, pero no deberíamos olvidar que tenemos los Días contados y si seguimos este Camino a la perdición y consentimos nosotros mismos en ser Los olvidados y nos limitamos a esperar la Muerte entre la flores el futuro no nos deparará Tierra y libertad y no podremos ampararnos ya en Los santos inocentes, porque ya no somos santos ni mucho menos inocentes.
Dice Antonio Pereira, en un cuento que lleva por título The end, que “todos caímos en la cuenta de que no hubiera podido existir el cine si no se hubieran inventado los caballos”. En mi pueblo el cine existe porque se inventaron los caballos y por un cartero que hace tres años inventó un cineclub. Y es que J. tiene una razón de peso para mantenerse en esa aventura, una razón que me esgrime incluso los días en que sólo asistimos él y yo a la proyección: En este pueblo tiene que existir un cineclub y punto. Más que un santo. Debe ser por eso por lo que todos los miércoles, hacia las seis y media, tocamos un poquito el cielo, casi siempre en blanco y negro, por aquello de no dejarnos deslumbrar por los falsos oropeles del color. El próximo ciclo será: Obras maestras del cine mudo II. Pleno al quince no haremos, pero tomaremos un vinito al salir, que del cine mudo hay mucho que hablar.
[1] Expresión acuñada por mi amiga Pilar Blázquez

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